| | LOS TRES REINOS - Novela by Nuri-chan | |
| | Autor | Mensaje |
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Nuri-chan Miembro de Koisake
Cantidad de envíos : 28 Edad : 34 Localización : Desconocida Fecha de inscripción : 21/01/2008
| Tema: LOS TRES REINOS - Novela by Nuri-chan Sáb Jul 05 2008, 08:20 | |
| FICHA
Título: Los tres reinos (originalmente en inglés pero lo cambié) Autor: Nuri-chan Género: Aventuras, shoujo, fantástica... Argumento: (pendiente XD)
Pueden poner sus opiniones en un nuevo tema de modo q dejaremos esta sección sólo para la novela q pondré directamente aquí. Si hay algún problema sólo díganmelo y cualquier tipo de comentario será bienvenido :3
Para ver el inicio del primer capi clicad el Spoiler
- Spoiler:
I. La Profecía
- ¿Esta seguro de lo que hace señor? – preguntó un hombre agazapado en un sillón de tela rojiza, al lado del fuego. Era un hombre bajito, pues los pies a penas le llegaban al suelo. Pelo corto y negro, azabache. Unos ojos marrones y pequeños que centellaban mirando la luz de la hoguera. Tenían una expresión extraña pero estaban claramente asustados. Asustados por la respuesta que, seguramente, iba a ser afirmativa.
Iba vestido con ropas ligeras. Una camisa gris, anteriormente blanca, le caía pecho abajo y se juntaba con los pantalones marrones que le caerían igual que la camisa si no fuese por el cinturón roñoso que llevaba. No llevaba zapatos, si no que llevaba unas chanclas de paja algo gastadas.
Su señor le miró con una sonrisa burlona.
- Estoy completamente seguro. – ese hombre era completamente distinto a su sirviente. Vestía un largo vestido negro hasta los pies muy bien cuidado. Unos zapatos caros, de piel, negros también. Sus finas manos parecían de porcelana, al igual que su cara. Tenía el pelo castaño claro, no muy largo, hasta el final de las orejas. Del mismo color, sus finas cejas; y sus ojos parecían esmeraldas recién sacadas y lavadas de la tierra. A sus treinta-i-tres años era un rey muy respetado y honorado por todo su país. Cosa extraña ya que, en aquellos tiempos, los grandes reyes no solían durar mucho tiempo. Se veía aun joven y, pese a su trabajo y obligaciones en aquellos tiempos, que eran muchas, intentaba cuidar lo máximo posible su imagen. Al final, después de meditarlo un buen rato. Su sirviente decidió intentarlo.
- Pero señor... estamos en guerra. Ya sabe que no puede salir del palacio.
- Lo sé... pero es mi obligación.
- Podría ir cualquiera... pero usted... – una mirada de su señor bastó con hacerlo desistir de convencerle. Le hizo una reverencia y se marchó obedeciendo las órdenes del rey. Preparando un caballo para él y escogiendo unas ropas que lo hicieran pasar por un mercante.
- ¿Ya esta listo mi caballo Joseph? – preguntó el rey, ya en los establos. – Supongo que mi amigo, Polan, te habrá informado de...
- Sí mi señor... – un chico joven salió del establo con un caballo negro andando a su lado. Tenía veintisiete años pero todas esas edades se las había pasado en los establos de aquel lujoso palacio. Lucía una melena larga hasta media espalda de un color azulado, herencia de su madre, una hechicera del País de la Magia. Sus ojos, de un azul cielo, mucho más clarito que el de su pelo, eran grandes y se ocultaban detrás de unas gafas perfectamente alineadas con el contorno de su cara. Parecían hechas a medida para él. Su nariz recta las aguantaba pero por culpa del sudor, se las subía cada dos por tres, hasta acabando por convertirse en un tic nervioso. Lucía una tez morena que contrarrestaba con en color de piel del rey. Ambos de la misma altura aproximadamente pero, aunque ambos eran bastante altos, el rey sobrepasaba unos centímetros al joven. Vestía con una camisa marrón muy holgada y con unos pantalones, del mismo color, atados con una cinta negra, que sustituía a un cinturón, que le llegaban a los tobillos. Andaba con unas sandalias, atadas por los tobillos, viejas y gastadas, y no muy cómodas, ya que el sueldo que ganaba no daba para más. Y menos en aquellos tiempos. – Aquí tiene su caballo... – le entregó las riendas sin mirarlo a la cara y se dispuso a marcharse cuando el rey lo sujetó fuertemente por el brazo. Josepf suspiró. – Nada de lo que diga podrá evitar que vaya, ¿verdad?
- Es mi deber como rey... Josepf has de saber que... – pero este no quiso escucharlo. Se deshizo del agarre y le miró directamente a los ojos. Su cara reflejaba tristeza y sufrimiento aunque sus palabras fueron claras y seguras.
- Nada de lo que diga... todo lo que diga me parecerá una despedida. Así que... – agachó la cabeza para evitar que le viera los acuosos ojos que amenazaban con derramar lágrimas.
- Hasta luego entonces...
- Hasta luego... – intentó sonreír pero se torció, dando pasó a una triste y sombría sonrisa. Se giró y desapareció de allí como una sombra cuando llega la noche. El rey también dio media vuelta y se montó en su caballo. Y, con las ropas adecuadas, se dirigió a la ciudad de Babel.
Babel era una ciudad que hacía honor a su nombre. Se la llamaba, también, la ciudad de los dioses. En parte por su belleza, en parte por su gran cultura. No era de extrañar que en el País de la Mente existiera una ciudad así y los pocos turistas que venían de otros países quedaban maravillados. Claro estaba que era una ciudad cara, tanto para vivir como para comprar. Y sólo los más privilegiados podían comprarse una casa allí. En medio de la ciudad, se alzaba una majestuosa torre iluminada por millones de luces colgadas de sus paredes. La Torre de Babel era una biblioteca. La más grande del mundo. La más grande y la que más sabiduría tenía en sus entrañas. Existía una leyenda que decía que la habían construido los dioses, otorgando el poder de la sabiduría a aquel país. Pero, en realidad, la habían construido los propios hombres, recopilando su sabiduría en los libros. Lo cual, hacía aún más extraordinaria a aquella torre.
El rey del País de la Mente entró, dejando su caballo atado a unas anillas incrustadas en la pared, hechas precisamente, para esa utilidad.
En su interior, aparentemente, sólo había libros y gente leyéndolos. Pero, en el fondo de la sala, había una puerta, muy distinta a las demás. Las otras conducían a más salas llenas de libros. Ésa, conducía a un sitio donde sólo el rey y hombres con poder, podían penetrar. Hasta allí, el camino había sido perfecto pero, a partir de ese tramo, todo se podía complicar. Iba vestido de un mercader ya que las leyes del país obligaban a dejarlos fuera del alcance de la policía. Los policías no podían tocar a los mercaderes que llevaban comida y provisiones al pueblo. Sin pueblo, ellos no tendrían poder. Y ellos, eran los policías corruptos que obedecían a otro rey. El rey del País de los Renegados.
Atravesó la sala con cautela, no pasaría desapercibido allí. ¿Un mercader en una biblioteca? Efectivamente, no pasó desapercibido pero, afortunadamente, nadie dijo nada. Al menos no en aquel momento. Abrió la puerta y entró, cerrándola una vez dentro. Cuando se giró, oyó una voz penetrante y lánguida que provenía del fondo de la lúgubre habitación.
- No debería pasearse por la ciudad tan tranquilamente señor... y menos en estos tiempos de guerra. – al final de la sala, un hombre viejo hacía de pie, en medio de un círculo marcado en el suelo. El rey, al verlo, se relajó y se acercó al hombre, sin llegar a entrar en el círculo.
- Lo sé... pero es mi deber. – el hombre rió con cierta ironía.
- Es el primer rey que veo que cumple con su... deber... – resaltó la última palabra mirándolo fijamente a los ojos. Sonriéndole con los pocos dientes que le quedaban. Su larga barba blanca y su pelo gris llegaban al suelo y un vestido azul marino, simple, le cubría el esquelético y macilento cuerpo. Unas manos arrugadas se extendieron hacía delante, sus ojos grises se cerraron y de su boca empezaron a salir débiles palabras que no podían ser oídas más allá de ese círculo. El suelo de madera se iluminó con una luz azulada, como si fuera agua. – Su hijo le está buscando, está algo desesperado... – el rey sonrió con dulzura. El viejo también sonrió.
- Así es mi niño... será un gran rey...
- Eso si llega a serlo. El futuro de su hijo es incierto. No puedo ver su final con exactitud.
- No es el futuro de mi hijo lo que quería preguntarle. Es sobre...
Aki un pequeño trozo ^^' quiero opiniones!!! | |
| | | anallely Familia rolera
Cantidad de envíos : 10 Edad : 33 Localización : mexicco Fecha de inscripción : 26/01/2008
| | | | Nuri-chan Miembro de Koisake
Cantidad de envíos : 28 Edad : 34 Localización : Desconocida Fecha de inscripción : 21/01/2008
| Tema: Re: LOS TRES REINOS - Novela by Nuri-chan Vie Jul 11 2008, 13:09 | |
| continuación...- Spoiler:
- El futuro de este mundo... lo sé... hace mucho que sé que vendría para preguntármelo y... – bajó sus manos, abrió los ojos y el suelo volvió a la normalidad. – no puedo decirle más de lo que he visto. Nada. Absolutamente nada. – el rey observó la figura de ese hombre.
- Usted es el mago más sabio y poderoso de este mundo. No cabe duda de eso. Incluso más poderoso que sus antepasados... estoy seguro de que ha visto algo. – el mago le miró y le sonrió.
- También es el primer rey que veo que tiene agallas... muchos han habido antes que usted que me han preguntado lo mismo y... francamente... no me han discutido en absoluto... – volvió a su sonrisa irónica – Creo que se lo diré.
- Muchas gracias... es usted un gran...
- Ahórrese las zalamerías para su amante. – por primera vez, salió del círculo para encararse cara a cara con él – Ištar, Rey del País de la Mente... su país cae en picado y la guerra no tardará en traspasar sus grandes murallas y sumir en el caos a todas sus ciudades. Incluyendo Babel. – empezó a dar vueltas alrededor del círculo, mirando a Ištar de vez en cuando. Hablaba con una voz recta, como la de un maestro a su alumno. – eso es fácil de ver... incluso usted lo sabe. Sus ejércitos no podrán retener a los del rey Rĕbĕllĭo, del País de los Renegados... – cerró los ojos, pensativo - Demasiado tiempo... –suspiró – Su odio se ha hecho más fuerte que sus ganas de vivir. No tienen nada, no desean nada... excepto... venganza. – el suelo se iluminó pero esta vez con un color rojizo, representado el color de la sangre. Ištar lo escuchaba con suma atención – Este odio sólo acarreará muerte y desgracias. – negó con la cabeza, resignado. Después miró a Ištar y una media sonrisa apareció en sus labios. – Nada puede evitar eso ya pero... puede haber tiempos mejores.
- ¿No puedo evitar la guerra en mi país?
- Ni en el suyo, ni en los demás. Sólo un milagro podría evitarla. – prosiguió y el suelo volvió a su estado como madera - Como he dicho... mis visiones son escasas, confusas y fragmentadas. No puedo decirte cuando ocurrirá, ni como, ni siquiera él por que pero... he visto algo que podrá interesarle.
- ¿Qué cosa?
- Una chica. – sonrió
- ¿Una chica?
- Efectivamente... – Ištar le miró confundido – No de este mundo.
- ¿No de este mundo? Entonces... ¿de cual? – el mago negó con la cabeza.
- No lo sé con exactitud pero... podría ser un mundo paralelo al nuestro.
- ¿Paralelo?
- Sí... existen multitud de mundos paralelos al nuestro y esta chica vendrá de uno de ellos.
- ¿Y que poder tendrá? – esta vez, el brujo estalló en una sonora carcajada pero que no pasó de los oídos del desconcertado Ištar.
- Ninguno. Ningún poder superior al nuestro. No tendrá vuestra sabiduría, ni magia, ni fuerza para luchar... tan sólo... el poder de su existencia. – Ištar empezó a desesperase.
- ¿Y como va a traer tiempos mejores...?
- No va a traer tiempos mejores... va a traer un cambio. Ella será el inicio del Apocalipsis y el final de un cambio. Va a cambiar el mundo en guerra que conocemos y conoceremos. Tal y como van las cosas... sólo pueden mejorar ¿no? – sonrió burlonamente.
- ¿Y que debo hacer?
- Cuando llegué... la matarán sin dudarlo. Hay otros videntes a los servicios de Rĕbĕllĭo que no dudarán en entender que esa chica les acarreará graves problemas. Muy pronto, él conocerá la llegada de esa chica, pero esperará... esperará hasta que aparezca y entonces no dudes que la buscaran sin cesar hasta tenerla en sus manos. – volvió a entrar en el círculo – Esa chica vendrá... y aparecerá junto a su hijo. El destino de vuestro hijo y el de esa chica están estrechamente unidos. – volvió a sonreír, mirándole con cierta compasión – Pobre niña... pobre niña... – repitió en voz baja, susurrando. Ištar permanecía de pie, pensando que podría hacer él en todo eso, pero no se le ocurrió nada. Nada que le pudiera servir. – No tiene de lo que preocuparse. Sabe que su hijo sobrevivirá... eso es un consuelo. Rĕbĕllĭo no lo considerará peligroso y, por tanto, no se molestará en buscarlo.
- Lo sé pero... no quiero que mi hijo sufra.
- Es inevitable. El sufrimiento es parte de nuestro ser. Su hijo sufrirá toda su vida y usted no puede detener eso, tan sólo puede reducirlo. – le miró y volvió a alzar las manos tal y como lo había hecho antes – Esa chica vendrá a mí... y yo... se lo explicaré todo. A ella se lo explicaré todo. Sólo a ella. – suspiró con angustia – Ella tiene que saber la verdad – miró a Ištar con tristeza – porque es la que más va a sufrir. Ni su hijo ni la gente con la que vaya en su misión podrá comprender su sufrimiento. Ni siquiera yo.
- Entonces... no hay vuelta atrás... ¿Yo no puedo hacer nada? – suplicó, pero el hechicero asintió con la cabeza. Ištar volvió a esperanzarse. - ¿Qué? ¿Qué debo hacer? – las lágrimas luchaban por salir de sus centelleantes ojos. El mago le miró con dureza y seriedad.
- Volver a su palacio... ir por el camino de la costa. No vaya por el bosque o le matarán. Alguien se ha ido de la lengua y la policía corrupta lo encontrará. – su voz sonaba intensa y severa – Vuelva a su casa, diga a la gente que ama lo que siente y alejé su hijo del palacio. – se giró y le dio la espalda – No está en mi mano salvarle la vida, tan sólo... puedo retrasar su muerte pero... en la vida de todo hombre, llega la muerte. Para usted... – le miró con ojos sombríos – llegará esta noche de luna llena. – Ištar asintió aceptando la verdad y le hizo una reverencia.
- Gracias mago Megias. Agradezco todo lo que ha hecho por mí y por mis antepasados. – el mago se sorprendió que lo llamara por su nombre. Hacía mucho que no se lo decían y ya casi lo había olvidado. Sonrió con ternura, compadeciéndose de aquel pobre rey que intentaba hacer lo que no podía: conocer el corazón de los demás. “Nadie es capaz de comprender completamente a otra persona... ni yo mismo puedo hacerlo.” Se dijo, recordando tiempos de su juventud; tiempos que nunca volverían. Ištar hizo otra reverencia y se marchó, haciendo caso a Mageia y volviendo a su palacio por el camino de la costa. Antes de irse pero, el mago lo paró con unas palabras que albergaron una esperanza para Ištar.
- A veces... los milagros ocurren. – Ištar volvió a sonreír y se despidió por última vez de él.
- ¡Padre! – un niño de apenas nueve años corrió a abrazarse a su padre cuando este bajaba del caballo. El niño no llegaba más arriba de su cintura y su padre tubo que arrodillarse para darle un fuerte abrazo. El niño apoyó su cabeza en el hombro de su padre y respiró tranquilo. Ištar no quería tener que separarse de su hijo nunca pero, por encima de todo, quería que viviese. Él, hiciera lo que hiciera, moriría aquella noche pero podía evitar la muerte de su querido hijo. De su hijo, y alguien más, tal y como le había dicho el mago Megias años atrás. El padre rompió el abrazo con tristeza, seguramente sería la última vez que abrazaría a su hijo. El niño lo miró con ojos entusiastas - ¿Dónde has ido padre? – Ištar sonrió.
- A ver el mago Megias. A preguntarle por el futuro. – a su hijo se le iluminó el rostro y empezó a saltar excitado.
- ¿Y que te ha dicho, padre? ¿Qué? Dímelo padre. Cuéntame como es el mago Megias. Quiero saber cómo es. Dicen que da miedo, ¿es cierto? Y también... también dice que sabe cualquier cosa que le preguntes... y... y que lee la mente, y que... – Ištar le sonrió con dulzura y le acarició la cabeza despeinando un poco el pelo castaño del niño. Cogió las riendas de su caballo y se dirigió a los establos, el príncipe le siguió dando saltos de alegría.
En realidad, su pelo era mayoritariamente castaño pero tenía extraños destellos dorados que brillaban con gran intensidad cuando el oscuro anochecer se acercaba. Gozaba de una gran frente blanquecina, aunque estaba oculta por el flequillo que le caía y se le movía divertidamente cada paso que daba. Sus cejas eran más claras que su pelo, se podría decir que eran casi, casi del mismo color que el oro. Sus ojos, grandes y llameantes por la juventud, eran turquesas. Los habitantes de las ciudades del país contaban que, aun sin haber visto jamás el rostro del príncipe, sus ojos brillaban en la noche como los mismísimos ojos de un gato. Algo de razón tenían. Su nariz era pequeña y redondita, propia de los niños, y estaba ligeramente roja, al igual que sus mejillas, a causa de algún resfriado que había cogido. Su boca era pequeña y los labios rosados y finos preguntaban sin cesar. Era un niño sano aunque no estaba delgado, ni mucho menos. Sus piernas y brazos empezaban a hacerse fuertes gracias a sus clases de educación física y su mente, también. Sería el futuro rey del País de la Mente y tenía que ser uno de los hombres más sabios de allí. Así que, desde que nació, le habían dado clases de matemáticas, física, química, historia, geografía, filosofía, lenguas (en igual grado que las demás) de los países exteriores y muchas otras de las cuales ni Ištar podía recordar. Él había recibido la misma educación y entendía perfectamente las incontables quejas de su hijo.
Llegaron al establo y entraron, el príncipe siguió a su padre pero toda su alegría se había desvanecido de golpe. Ahora miraba de un lado a otro buscando a alguien distinto al que buscaba su padre. Ištar, sin embargo, andaba decidido y con una sonrisa en los labios.
- Papá... ¿por qué no haces que guarde el caballo Polan, o Sara, o Fren?
- Hijo, ellos son sirvientes de palacio, no de los establos. – lo miró con algo de preocupación – Si no recuerdo mal, tu madre dijo que estabas algo enfermo. – le puso la mano en la gran frente y le tomó la temperatura. – Mmm... tienes un poco de fiebre... será mejor que vayas a ver a tu médico. – le sonrió – Anda, ves.
- ¡No! – Ištar se sobresaltó ante el alarido de su hijo.
- Aton... – pero seguidamente apareció Joseph mirando algo confundido la cara furiosa del príncipe, después el caballo y finalmente a Ištar. El cual miraba a su hijo con asombro. Aton nunca le había gritado, ni siquiera le había alzado la voz. El niño, después de mirar a su padre dirigió otra mirada a quién los estaba mirando. Joseph reaccionó, al fin, y dejó de mirar al príncipe para dirigirle una sonrisa a su señor. Este, al voltearse, también le sonrió. – Perdona... ¿te hemos molestado? – le dijo, acercándose a él. Le dio las riendas del caballo pero Joseph no sabía bien que decir. Se alegraba de verlo sano y salvo pero tampoco podía decir nada delante de Aton. Se limitó a sonreír y punto, pensando que el pequeño no lo veía. Pero este, más que verlo, lo intuyó y todavía se enfureció más. Ištar se giró para contemplar, con cierto asombro, la mirada de odio que tenía puesta en Joseph. - ¡Aton! – el niño miró a su padre, enfadado – No vuelvas a hablarme con ese tono nunca. ¿Me has entendido? – Ištar no estaba enfadado con Aton pero su voz sonó severa y recta. Aton asintió agachando la cabeza. – Y ahora... – suspiró – ves a que te vea el médico y vete a tu habitación. Aquí dentro sólo empeorarás, hay mucha humedad. – pero Aton no se movió y volvió a mirar a Joseph y después a su padre.
- Ya le has dado el caballo – se acercó a su padre y le cogió de la mano, tirando de ella – Ya podemos irnos. Vamos papá. Mamá estará preocupada y...
- Después vendré a verte. Ahora tengo que hablar con Joseph. – acarició la mejilla de su hijo con una sonrisa. Pero Aton sólo se enfureció más.
- ¿Por qué? – fue una suplica más que una pregunta con algún sentido, pero Joseph sabía bien cual era esa pregunta. Miró a Aton y después a Ištar. Quería arreglarlo de alguna manera.
- Yo iré a guardar el caballo. Vos ya os podéis ir. El príncipe tiene razón, deberíais volver, la reina estará preocupada. – pero sus palabras no mejoraron el humor del príncipe, todo lo contrario.
- ¡No te atrevas ha mencionar a mi madre! ¡Sólo eres un sirviente! – apretó sus puños con fuerza, dirigiéndole a Joseph una mirada de odio desenfrenado - ¡Sólo sirves para estar en este repugnante sitio! ¡Sólo...!
¡PLAF!
La mejilla del joven príncipe se volvió totalmente roja. Miró a su padre con sorpresa y con cierto miedo. Retrocedió unos pasos, en parte por la fuerza de la bofetada y por temor a que le diera otra. Todo quedó en silencio, hasta los caballos se dignaron a callar. Parecían entender lo que había pasado. Miró la cara de enfado de su padre y en aquel mismo instante se arrepintió de haberlo hecho enfadar de esa manera. Ištar era una persona que raras veces se enfadaba y amaba tanto a su hijo que era incapaz de gritarle. Pero esa vez, sólo en aquella ocasión, Aton comprendió que se había ido de la lengua. Se palpó la mejilla encendida y dolorida, aún atónito por lo que acababa de pasar. No se atrevió a volver a mirar a su padre. Su mirada anterior se lo había dejado todo claro. Intentó reprimir las lágrimas pero éstas no le hicieron mucho caso. Empezó a llorar de pie, como un niño, como lo que era. Sus sollozos eran lo único que cortó el aire silencioso que había regando hasta entonces. Ištar, al verlo llorar, se le encogió el corazón pero no podía permitir que su hijo fuera un irrespetuoso con la gente.
- Aton... – le dijo con suavidad – Sabes que no puedes hablarle así a la gente. – se acercó al niño, el cual seguía gimoteando – Ya te lo he enseñado... no debes tratar a nadie así. Debes tratar a todo el mundo por igual, respetándolo. – le acarició la cabeza – Ahora, pídele perdón a Joseph.
- No hace falta... no pasa nada, yo... – intervino Joseph, pero Ištar lo miró con dureza.
- Debes pedir perdón porque te has equivocado y has insultado a una persona. – le dijo a su hijo. Pero este no dijo nada. Había dejado de llorar y mantenía la cabeza agachada sin decir una palabra. ¿Pedirle perdón? Lo tenía que hacer sino quería desobedecer a su padre pero... no quería. Se imaginaba a Joseph, riéndose de él por dentro. ¡No! ¡No le pediría perdón! Aton negó con la cabeza y Ištar dejó de acariciarle el pelo. Cuando habló, sus palabras fueron severas, dando una orden. – Hijo... pídele perdón a Joseph.
- No pienso pedirle perdón. – apretó los puños, aún sin mirar a su padre, sabiendo que eso le iba a pasar factura - ¡Le odio! – miró a Joseph con rabia. Sus lágrimas resbalaban por su rostro encendido. - ¡Te odio! – miró a su padre con la misma furia. Este le miró estupefacto. - ¡Os odio a ambos! – y dicho esto, giró en redondo y empezó a correr hasta llegar a su habitación donde se encerró, apoyándose en la puerta, sin dejar de llorar.
FIN Capítulo I
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